La moral, considerada como la disciplina que distingue el bien del mal, tiene diversas fuentes, como pueden ser: la costumbre, la religión, la ciencia, la filosofía, la política, la medicina, etc. Todas ellas informan a la conciencia de la persona humana con argumentaciones dirigidas a que conozca lo que es bueno de obrar, previniendo de lo malo y sus consecuencias.
Como el ser humano es sociable y vive en relación, una parte de sus acciones estarán condicionadas a que sean buenas o malas no en cuanto satisfagan o perjudiquen a quien las realiza, sino que su contaminación puede provenir en que causen mal a aquél con quien se establece una relación, o a otras terceras personas. La moral humana se convierte así no sólo en una disciplina subjetiva, sino que alcanza una dimensión social objetiva, fundamentada en el derecho de todos los seres humanos a no ser perjudicados por sus semejantes.
Con lo expuesto anteriormente se puede fácilmente percibir que la moral constituye una ciencia o disciplina muy complicada de definir, ya que sus contenidos pueden ser muy distintos según se califique como la fuente esencial a una religión, a la ciencia o a determinadas tradiciones. Todas
ellas pueden ser esgrimidas como fuente de la moral, y si cada una de ellas ya es muy diversa en sus expecificaciones según el grupo social que la sustenta, cuando se genera la confrontación de fuentes da como resultado que lo que unos moralistas dicen ser bueno, otros presentan restricciones.
Esta versatilidad de la definición moral según costumbres, épocas y religiones es lo que reduce la moral a un código de conciencia que muchos identifican con una ética personal, por la que, en función de su saber, cada persona se siente comprometida a obrar el bien. Esa reducción que la ética hace de la moral supone una síntesis de aquellos primeros principios que se identificarían inspiradores de una universal rectitud de la conciencia de todos los seres humanos no perturbados mentalmente.
Otra diferenciación subjetiva de la moral se encuentra en que mientras para unos el compendio de directrices que orienta a obrar el bien y evitar el mal es ambiguo, otros lo consideran una ley estricta, que cuanto más positivamente se objetive mejor servirá de guía a la persona. Quienes defienden la relajación de la moral lo hacen desde la argumentación de lo muy cambiantes que son los condicionantes de cada acción humana, y que por ello caso, de alguna manera, es especial
y único, y así ha de ponderarse hasta los hábitos morales más arraigados en función del fin y las circunstancias, sin regla posible que lo fije. Quienes optan por una legislación moral estricta estiman que la ley moral, como principio universal, es quien debe juzgar el fin y las circunstancias de los actos, y reordenarlos según los criterios inalterables que dirimen la oposición entre el bien y el mal.
A toda esta complejidad que atañe a la moral, se añade el prejuicio humano por el que se califica con más rotundidad las obras ajenas que las propias. Como cuando se obra propiamente se sigue el hábito del dictado de la conciencia, el que sin entrar en conflicto reflexiona escasamente sobre sí mismo, considerando que se obra bien por defecto, o sea, siempre que no se posea la sensación contraria, la moral se da supuesta. Por el contrario, cuando se juzgan actos ajenos, como no se pueden medir en conciencia, se aplica la moral, considerando así que el juicio y la conclusión sobre la bondad del acto contrario queda explícito e inapelable.
Esta tendencia a ser flexibles sobre la moralidad de los actos propios e intolerante con los actos ajenos choca impetuosamente con la identidad de la moral como norma próxima del acto de conciencia.
Ya se haya optado por una u otra cultura, por una u otra religión, por una y otra ciencia, y que la opción sea más o menos deliberada, y más o menos determinada o libre, en virtud de esa propia libertad debe ser usada para juzgar cada sujeto sus propios actos.
Aplicar la reglamentación moral que cada uno intelectualmente acepta para valorar los actos ajenos presenta el grave inconveniente de la falta de consenso sobre la objetividad universal de sus contenidos, y por ello adolecen los juicios morales de subjetividad, no sólo porque se puedan realizar sin suficiente fundamento, en función de meras suposiciones, sino porque sobre la mayor objetividad material se une siempre la subjetividad de la norma moral con la que se mide.
Se podría concluir que la norma moral que cada persona considera guía de su conciencia lo es fundamentalmente para juzgarse a sí mismo sobre su responsabilidad. Del juicio sobre los demás es conveniente abstenerse, lo que no impide que se pueda advertir y motivar a los otros a reconsiderar si la ley que rige sus conciencias tiene un fundamento moral sólido que les ayude a obrar el bien y evitar el mal.
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