POR MÓNICA PEÑA
Las 800 horas de enseñanza, de lo que el ministro considera como la base de la educación, sirven mucho ya que “es difícil que los estudiantes puedan avanzar en los otros ramos si no tienen una buena base en lenguaje y matemática, la idea es que desarrollen las habilidades comunicativas y que las horas extras las usen para realizar ejercicios prácticos numéricos”, sostuvo Lavín.
Pero el aumento de las horas a unas materias significa restarle a otras, como los ramos de historia y educación tecnológica que verán reducidos sus tiempos de enseñanza. La autoridad fue enfática en sostener que los contenidos no iban a variar y Loreto Fontaine arguyó que “se hizo un cálculo de cuánto tiempo tomaba enseñar cada materia y de este modo se estimó conveniente reducir las horas de enseñanza de historia pero con los mismos contenidos”.
Esta noticia indica que aumentarán por un lado las horas de algunos ramos y por otro disminuirán, según un cálculo, otros, todo esto aprobado por unanimidad por el Consejo Nacional de Educación.
El diseño curricular no es una decisión inocente: es una respuesta a la pregunta política de cómo educamos a los nuevos miembros de una sociedad. Pero en una sociedad privatizada esta pregunta ha sido forzada a perder sentido. El énfasis en las habilidades comunicativas y el desprecio por el pasado nos imponen la loca idea de que la experiencia política debe basarse en el acuerdo y no en la discusión, la diferencia o la distinción: las traumáticas experiencias de nuestro pasado para algunos son manifestaciones de intolerancia y no los avatares de un proceso complejo de lucha de clases. Las matemáticas, claro, preparan para ver la realidad con ojos objetivos, y en ausencia de cualquier molesta ideología puedo sacar cuentas, multiplicar ganancias y diseñar intervenciones ingenieriles que desechan cualquier derroche de saberes inservibles.
El argumento público siempre es el mismo: los estudios indican que más horas de clases aumentan los aprendizajes, esos que se miden según las pruebas internacionales, esas que no miden los saberes locales. Tal vez tengan razón, pero sin ánimo de romanticismos tontos ni nostalgias estériles, la educación sigue siendo un espacio importante de formación ciudadana. Incluso nuestra triste educación: con sus profesores desprestigiados, con su privatización, con su falso afán descentralizador.
Algunos pensarán que la ciudadanía se enseña con ramos, se explica en cátedras o se vivencia en talleres muy didácticos. Yo creo que no. Creo que la Educación es un proceso político integral, donde no sólo nos formamos para el trabajo sino que para la convivencia y la democracia. Qué añejas suenan mis palabras, a pesar de que creo posible una educación instrumentalizada hacia lo laboral que podría convivir con una educación abierta a las preguntas morales.
¿Por qué no se puede “instrumentalizar” la enseñanza de la Historia y entregar herramientas analíticas, argumentales, comunicacionales? Me parece, a la larga, que ese no es el problema al que el MINEDUC apunta. No, porque sabemos que el simple aumento de horas de estudio no ha sido en Chile suficiente para mejorar los aprendizajes. A menos, claro está, que nos neguemos en considerar "evidencia empírica" la Jornada Escolar Completa.
Tal vez el problema más molesto para la clase dominante es el temor a enfrentarse al carácter ideológico que tiene la enseñanza de la Historia, temor que es fiel compañero del pensamiento ingenuo que considera al Lenguaje y las Matemáticas como despojadas de todo carácter político, y las sitúa como una cierta verdad disciplinar más allá de quién la enseña. Historia era el último ramo evidentemente político de nuestro currículo: se fue el francés –qué linda lengua para adentrarse en el mundo crítico- se fue la filosofía, se fue la Educación Cívica, se va de a poco el Consejo de Curso. ¿Se fue, por casualidad, Religión?
Algunos dirán –con razón- que el problema de la disminución de las horas de Historia tendrá como consecuencia la falta de conocimientos específicos y generales. Yo agregaría que el gesto de disminuir las horas de esta asignatura (por más que sea posible usar las “horas libres”), es un gesto violento contra quienes cultivan con excepcional calidad esta disciplina en nuestro país, pero es también un gesto de violencia contra las masas y ese último lugar que ocupaban en nuestra sociedad: nuestra Historia.
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