Los organismos internacionales no han logrado definiciones taxativas respecto a lo que se debe comprender como terrorismo. De acuerdo a los estándares más aceptados el terrorismo supone atentados contra la vida, la integridad física o libertad de las personas, ejercidos de forma sistemática por actores organizados.
Esta definición impide que se catalogue de terroristas a los delitos contra la propiedad, que deben ser tratados de acuerdo a la legislación ordinaria. También permite diferenciar las luchas sociales que indirectamente puedan causar daños a terceros. Estas distinciones están atentas al uso arbitrario de este concepto por parte de gobiernos que intentan así criminalizar y deslegitimar a sus opositores. La idea es que los sistemas judiciales puedan llegar a aplicar esta categoría muy puntualmente, basándose exclusivamente en la naturaleza de los incidentes, sin especular sobre los motivos ni juzgar a los autores.
En contradicción con esta tendencia internacional, en Chile la aplicación de la legislación antiterrorista es una decisión política discrecional, bajo competencia del Ejecutivo. No es de modo alguno una decisión penal ordinaria ni meramente procedimental. El artículo 9 de la Constitución de 1980 permite esta situación al señalar: “El terrorismo, en cualquiera de sus formas, es por esencia contrario a los derechos humanos. Una ley de quórum calificado determinará las conductas terroristas y su penalidad.” La configuración de un delito terrorista permite a los jueces vaciar las garantías al debido proceso de los acusados, permitiendo medidas como el uso de testigos de rostro cubierto. Al mismo tiempo se impide la aplicación de medidas cautelares diferentes a la prisión preventiva, imposibilitando la aplicación de beneficios carcelarios. Finalmente instala penas que duplican las que corresponden a los delitos comunes.
De acuerdo a la Constitución “Los responsables de estos delitos quedarán inhabilitados por el plazo de quince años para ejercer funciones o cargos públicos, sean o no de elección popular, o de rector o director de establecimiento de educación, o para ejercer en ellos funciones de enseñanza; para explotar un medio de comunicación social o ser director o administrador del mismo, o para desempeñar en él funciones relacionadas con la emisión o difusión de opiniones o informaciones; ni podrán ser dirigentes de organizaciones políticas o relacionadas con la educación o de carácter vecinal, profesional, empresarial, sindical, estudiantil o gremial en general, durante dicho plazo. Lo anterior se entiende sin perjuicio de otras inhabilidades o de las que por mayor tiempo establezca la ley. Los delitos a que se refiere el inciso anterior serán considerados siempre comunes y no políticos para todos los efectos legales y no procederá respecto de ellos el indulto particular, salvo para conmutar la pena de muerte por la de presidio perpetuo.»
La detención de catorce personas ligadas a una red anarquista, acusadas por el llamado “caso bombas”, ha puesto en debate la calificación de este tipo de delitos bajo el rótulo de “conducta terrorista”. Esta misma categoría se ha invocado ante conflictos ligados a comunidades mapuches que demandan derechos por tierras, reconocidos por el derecho internacional. Para el ministro Rodrigo Hinzpeter se trataría de una escalada de situaciones que permitiría configurar un cuadro de “terrorismo incipiente” en nuestro país. Al mismo tiempo, este ministerio ha validado una serie de informes de inteligencia provenientes de Colombia, que vincularían al PC chileno y a movimientos indígenas con la guerrilla de las FARC. Colocando a Mapuches, anarquistas y comunistas en la carpeta del terrorismo incipiente, el gobierno ha instalado un cuadro de criminalización de los actores que pueden representar una amenaza política en el campo de la movilización social y la articulación ante sus decisiones más controversiales.
Aunque el ministro Hinzpeter ha señalado que “aquí no estamos persiguiendo ideologías, lo que estamos persiguiendo penalmente son conductas”, la decisión de aplicar la legislación antiterrorista es una opción discrecional de su parte. El presidente Piñera ha validado el análisis de Hinzpeter, señalado que “la mano cambió”, y que su gobierno no tendrá “ninguna debilidad para combatir al terrorismo”. La presión política a los tribunales, ejercida desde el ministerio del Interior sobre el Ministerio Público permite augurar un claro intervencionismo del Poder Ejecutivo sobre el Poder Judicial. Es difícil, luego de las palabras del Gobierno, pensar que los tribunales actuarán con independencia e imparcialidad en estas situaciones. Por este motivo, la verdadera amenaza del “terrorismo incipiente” no reside en los casos a los que se les ha impuesto esta la categoría. La amenaza proviene del poder que el Ejecutivo esta asumiendo, lo que le permite incidir desde lo policial en la represión de las organizaciones que disientan a sus decisiones.
Es hora de enfrentar del debate de fondo. La existencia de una legislación antiterrorista como la chilena, que contiene tipos penales abiertos que permite su aplicación arbitraria, no resiste más tiempo. Se trata de un adefesio jurídico que amenaza gravemente los derechos Humanos y da a quién ejerce el poder peligrosas competencias antidemocráticas. Como ya lo comentaba Maquiavelo, para el Príncipe siempre será “más seguro ser temido que ser amado».
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