En el marco de un Nuevo día mundial del medio ambiente, encontramos con escenas en televisión tan espeluznantes que nos generan incredulidad sobre lo que vemos: ‘‘el hundimiento del prestige’’, los derrames de petróleo en el golfo de México, los constantes acosos de los grupos económicos sobre los bosques milenarios y las aguas del mar son solo algunas de la imágenes que vemos.
Y es verdad que una de las pocas cosas en que los humanos venimos a estar de acuerdo es la del derecho a la defensa de la vida. Todos los seres vivos ejercemos la autodefensa de nuestras vidas y poseemos mecanismos internos en nuestro conocimiento dotados de resortes para el ejercicio de esa defensa. Muchos tenemos aún en la memoria el ejemplo de como ante el tsunami que asoló el centro sur del país muchas especies animales reaccionaron instintivamente poniéndose a salvo en el interior.
Esa pasión por la vida nos estimula a la defensa y al cuidado personal. Se prolonga sobre la protección a la propia familia y los seres queridos. Se articula como proyecto político de las comunidades. Pero cabría considerar ¿por qué se sostiene de tan mala manera cuando se extiende a la vida del planeta?Es cierto que los derechos se han promocionado mucho en los últimos siglos, y que desde mediados del siglo XX la sensibilidad por la naturaleza ha aumentado, pero no parece que estos tiempos de globalización hayan establecido como prioritario la buena salud de la Tierra cuando, frente a los ataques de la degradación a que le somete la humanidad, debería haberse constituido la principal preocupación de los pueblos. Salvar la vida de nuestro planeta es tan trascendental como salvar la propia vida, porque nuestra existencia sólo es soportable en un entorno de naturaleza viable para la vida. Nos hemos propuesto perpetuar la humanidad en nuestros hijos y sus descendientes, pero será un proyecto inútil si no ponemos los medios para que al mismo tiempo les proporcionemos un espacio habitable.
Para muchos la defensa de la vida se reduce al hábitat inmediato y a una perspectiva temporal sin demasiada proyección. Justifican la actuación sobre la naturaleza por el mucho beneficio que reporta de inmediato y lo lenta que parece ser la degeneración de la misma, tanto que, para muchos, inconscientemente, se percibe como casi inagotable. Esta actitud que prevalece en muchas políticas, porque se conciben desde la complacencia a los ciudadanos, es absolutamente suicida, porque, si bien sucede que el agotamiento de las riquezas naturales no es inmediata, más cierto es que el saldo del consumo se incrementa exponencialmente, porque crece la población y disminuyen las reservas naturales. El principal escollo es que si las reservas van reduciéndose paulatinamente, también su regeneración es tan lenta que se empeña la supervivencia de las futuras generaciones.
La urgencia no atañe en sí a la alimentación, porque el desarrollo de los métodos de cultivo permiten augurar una producción sostenible, El mayor peligro procede del agotamiento o degeneración del medio por la incidencia sobre los procesos físico-químicos que sostienen los parámetros pertinentes al equilibrio ambiental y al desarrollo biológico. Las acciones contra la atmósfera que influyen en la estabilidad del clima, la contaminación de los recursos acuáticos, la descompresión del profundo subsuelo, la esquilmación de algunas especies son ya una realidad que pueden estar influyendo sobre los desastres naturales de los últimos años.
La compartimentación del poder político de la humanidad en estados soberanos dificulta la puesta en común de las medidas correctoras necesarias al desarrollo, para que el mismo sea sostenible y equitativo. La inercia de consumo de las sociedades más pudientes les impide rectificar sus hábitos y tomar conciencia de que la externización de su sistema de consumo al resto del mundo genera un proceso de erosión a la naturaleza insostenible. Sin la rectificación de los hábitos de esas sociedades que más contaminan será inviable una planificación de orden global.
El conflicto de intereses privados y generales se plantea una vez más como el eje moral de la historia y esta vez con responsabilidades sobre la posibilidad de vida de las siguientes generaciones. Quienes cierran los oídos para no conocer la realidad no hacen sino añadir leña al fuego de la inmolación universal. El escándalo sería mucho mayor si además consideráramos el poder destructivo que acumula el armamento atómico, cuya posibilidad de accidente o locura colectiva pudiera acelerar la destrucción de la naturaleza en grado superlativo tan sólo en pocos minutos. El riesgo está ahí mientras los pacíficos no sean quienes dominen el poder y gestionen las relaciones humanas globales con otros parámetros de justicia.
Salvar la propia vida puede parecer el auténtico milagro de cada día, pero deberíamos cada cual razonar y comprometernos en el protagonismo de preservar y entregar a las generaciones futuras el planeta, al menos, en las condiciones de habitabilidad con que lo recibimos.
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