¿Qué queda del espíritu desprendido y fraternal de la juventud de los sesenta? ¿Del desinteresado movimiento hippy? ¿De la revolución igualitaria del mayo francés? ¿De la regeneración libertaria frente a los autoritarismos? ¿Del sentido participativo popular de la democracias?
El examen a la generación de nuestros padres -los que crecieron con la música de Dilan y se opusieron a la guerra en Vietnan- no alcanza el aprobado, si contemplamos que el sistema que han consolidado arrastra las mismas taras a las que su oposición prometía desterrar de la nueva sociedad por la que luchaban.
El superdesarrollo tecnológico parece haber borrado la historia de sus luchas y reivindicaciones, como si una nueva tensión hubiera reconvertido los ideales de ayer en acomodado gastar la existencia siendo quien la técnica nos manda ser y renunciando al ejercicio de una personalidad entregada.Los que ahora han elegido para dirigir el mundo lo hacen tal y como los poderes y gobiernos de la generación anterior lo hicieron y contra quienes contestaron enarbolando la revolución de los ideales frente al pragmatismo de los intereses.
¿Cómo puede explicarse el fracaso colectivo de un pensamiento prometedor?
Las claves para entender el triunfo de la reacción conservadora están en la fragilidad de la personalidad para perseverar en el esfuerzo y la debilidad moral de las convicciones para sostener la lucha por un ideal.La máxima de la nueva sociología moral es la de que todo el mundo se mueve por su interés. Si apunta un ideal, lo que en verdad representa es un interés moral del subconsciente para justificar una posición de rebeldía ante el propio fracaso de dominio en la sociedad de consumo. El ideal así sería la marca de la automarginación en una sociedad cada vez más competitiva.
Hasta aquí la radiografía de la nueva sociedad de consumo que sostienen quienes ayer denostaban su perversa maldad. ¿Estaban entonces equivocados, o es hoy cuando sucumben en el error? El juicio a esa generación no puede provenir sino de la interpelación de la ética sobre la naturaleza de sus ideales y de sus intereses. El ideal supone una apuesta de la persona por el compromiso con el bien, y el interés un compromiso del bienestar con la persona. La diferencia sustancial entre ideal e interés radica en la posición relativa de la persona frente al bien. El ideal mueve a la conciencia al ejercicio del bien, es una interpelación subjetiva a propiciar una iniciativa desde el esfuerzo personal, un empeño de cada persona para imponer el bien en las relaciones sociales por la puesta en valor de los demás. Hacer el bien está reservado a las criaturas creativas, a quien puede pensar cómo promover la ayuda para que los valores sociales sean la justicial, la comprensión, la paz... Que el hombre se haga hombre por el bien que realiza para los demás hombres.
El interés, en cambio, supone una posición receptiva del bien, hacer suyo la mayor porción del beneficio que se pueda derivar de la concurrencia de los hombres en sociedad. Una actitud que, aunque se muestre viva para la actividad productora del beneficio, se agota como creadora de bien cuando la proyección del beneficio se orienta a la íntima satisfacción. Esa perspectiva de privacidad es la que desvincula el interés de la ética, porque el objetivo se consagra a la materia en sí, por encima del enriquecimiento moral de la relación interpersonal.
Caer en el materialismo consumista debe ser mucho más sencillo que perseverar en cualquier otro ideal ético, a la vista de lo que ha ocurrido a la anterior generación. A la nuestra: ¿le queda siquiera un resquicio de ideal, o ya nació inhábil?
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