Los éxitos políticos de la revolución marxista, del nazismo, de los variados caudillajes fascistas; la alineación fanática a sectas y religiones con relevante poder en la sociedad, el que constituyen por la sumisión intelectual de sus miembros; la universal sanción positiva a políticas altamente destructivas, marginalmente criticadas, o a la agresión desmedida de la naturaleza, de la que se en las que se ven implicados las tendencias consumistas; se hacen todos ellos incomprensibles sin entrega de la razón al dominio de la pasión despertada de un idealismo deficientemente criticado. No se concluye como lógico que lo que sólo décadas más tarde fue universalmente denigrado hubiera contado con el apoyo mayoritario, incluso masivo, de la población. Ya que las doctrinas no resisten la crítica, se hace preciso analizar los influjos íntimos de los comportamientos que los avalaron. Si nos situamos en el orden de la razón, se puede admitir que los idearios pueden recabar la pasión intelectual principalmente por el imaginario suscitado por unas originales tesis cuya aplicación práctica ha de constituir el proceso de la revalidación teórica del éxito social. Esa idea de futuro está en todos los apasionamientos intelectuales, cuya pasión provoca el desenfoque de la realidad lógica, pues ningún futuro es legítimamente posible si los recursos a emplear transgreden la razón de justicia del orden natural tal y como se concibe en cada presente.
Si observamos el orden de la voluntad, la pasión causada por un idealismo lo es tanta en cuanto mueve a seguir sus decretos sin cuestionarse otra razón de esos actos distinta de que la situación lo demanda; siguiéndose ese impersonalismo de que las personas actúan unas arrastradas por otras, pero sin un reflexivo sentido del deber.
El desapasionamiento que libera en el apoyo a una ideología surge del dominio de la voluntad para someter todos los actos vinculativos a la debida justificación racional de los valores y consecuencias sociales que conlleva. Ese resistirse a la influencia de la masa no debería representar una excepcionalidad en el comportamiento, sino la formación de la conciencia de libertad -que a toda persona debe adornar- con que se juzga y se elige lo verdadero y lo bueno.
Los idealismos han de existir pues representan la dimensión creativa de la sociedad para forjar estructuras de autorrealización que superen las deficiencias de los sistemas vigentes en cada momento histórico. Pero la justificación legítima de esos idealismos se encuentra en la adhesión voluntaria y racional por parte de la sociedad para secundarlos. Constituyendo la mayor muestra de esa actitud la crítica intelectual a la inmutabilidad del ideario y la voluntaria resistencia a la presión moral que predica la universal obediencia a su dictaminado. Cada idea que sustenta una teoría tiene tanto de legítimo valor como el que libremente le atribuye cada ciudadano en su conciencia, y toda la presión social para que el juicio sea menos riguroso es lo que alimenta la pasión por la que se quiere sin saber bien lo que se quiere; antes, al contrario, como no se conoce bien lo que se quiere se suple el juicio con la infortunada adhesión que empeña la libertad individual. Considerar cómo la inteligencia sigue a la voluntad para realizar el trabajo intelectual está en todo el proceso de no entregar la libertad, porque cuando se rehúsa el esfuerzo para pensar y decidir se genera la marginación o la integración en la voluntad decisoria de los demás.
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