Las ideologías marcan tanto a las personas que éstas pierden la noción de lo bueno y lo malo cuando se ha de juzgar los actos propiciados por políticos del propio o distinto signo. Esta acomodación no debería nunca ser justificada, porque supone forzar a la propia razón a inhibirse a favor de un prejuicio, muchas veces incluso heredado. Se acepta así una moral de situación que, aunque no lo parezca, mina los fundamentos esenciales de la libertad personal. Una de las tentaciones contemporáneas en política consiste en admitir o rechazar las dictaduras de poder inconstitucionales según que el dictador sea ideológicamente afín o no. Esta deformación tan característica de la conciencia sometida ignora el derecho político quebrantado por el interés propio que pueda reportar. Se admite una dictadura afín admitiendo los beneficios a alcanzar y ocultando los derechos conculcados, aun cuando los beneficios sean para un sector de la población y universal la limitación del ejercicio de derechos fundamentales.
Conservadores y liberales, ricos y pobres, intelectuales y menos cultos, derechas e izquierdas, religiosos y agnósticos coinciden en sostener esa doble moral sobre las dictaduras, por lo que éstas saltan al poder y perviven, algo que sería más difícil de realizar si el resto de la comunidad política internacional no otorgara amparo más o menos disimulado. Estos juicios tolerantes y dilatorios siempre mantienen un cierto grado de permisividad fundada en la duda sobre la legalidad y legitimidad de la dictadura respecto al sistema constitucional transgredido. Pero la transgresión es mucho mayor, pues la ruptura del sistema constitucional supone la violación de las voluntades ciudadanas que lo habían concertado. Al final, justificar al dictador es respaldar y compartir la voluntad de dominio contra la libertad de un pueblo.
Lo común a lo detestable de una dictadura, sea del signo que sea, es el planteamiento político de la legitimidad del recorte de las libertades. El carácter propio de la dictadura es la usurpación del poder, lo que supone la ausencia de refrendo ciudadano, pero aun cuando aquello sea siempre improcedente en el acto de la usurpación, lo más común que encierra mientras se detenta la condición dictatorial es la anulación o reglamentación tendenciosa de las libertades. En esto coinciden todas las dictaduras, ninguna se salva, porque a la falta de legitimidad formal de su establecimiento en el poder, se suma la acción represiva de la libertad ciudadana para permitir la imposición de la voluntad del dictador en todos los ámbitos del poder. La dictadura así persigue dictar lo que los ciudadanos deben hacer, lo que deben saber, lo que deben pensar. Se dicta la conformación y se exige la conformidad con el rigor de la fuerza represiva, que se constituye como ley.
La persecución de las libertades personales identifica la mayor motivación de su urgente condena internacional, pues disipa toda duda de hacer víctima a la población. Si a algún dictador le cupiere la intención de estar haciendo el bien ¿qué mejor manera de ser reconocido que favorecer la libertad para recibir la aquiescencia de los ciudadanos? Pero esa moderación es incompatible con con la autoafirmación del dictador que precisa del rígido control para recibir en la calle el parabien de sus afines. Si el dictador siempre considera escasa e irrepresentativa la contestación ¿por qué se coarta la exposición de sus ideas? La razón de la dictadura se esgrime en el ideal, que por esencia incompatibiliza cualquier otra idea política no sometida al mismo. Pero ¿a quién representa el ideal si no ha sido mayoritariamente consentido? Apoyar la dictadura, pasada, presente o futura, supone siempre consentir en le legitimación del abuso de autoridad sobre la libertad individual, y yerran politicamente todos quienes la aceptan cuando el perfil del dictador les es favorable a su interés.interés.
Conservadores y liberales, ricos y pobres, intelectuales y menos cultos, derechas e izquierdas, religiosos y agnósticos coinciden en sostener esa doble moral sobre las dictaduras, por lo que éstas saltan al poder y perviven, algo que sería más difícil de realizar si el resto de la comunidad política internacional no otorgara amparo más o menos disimulado. Estos juicios tolerantes y dilatorios siempre mantienen un cierto grado de permisividad fundada en la duda sobre la legalidad y legitimidad de la dictadura respecto al sistema constitucional transgredido. Pero la transgresión es mucho mayor, pues la ruptura del sistema constitucional supone la violación de las voluntades ciudadanas que lo habían concertado. Al final, justificar al dictador es respaldar y compartir la voluntad de dominio contra la libertad de un pueblo.
Lo común a lo detestable de una dictadura, sea del signo que sea, es el planteamiento político de la legitimidad del recorte de las libertades. El carácter propio de la dictadura es la usurpación del poder, lo que supone la ausencia de refrendo ciudadano, pero aun cuando aquello sea siempre improcedente en el acto de la usurpación, lo más común que encierra mientras se detenta la condición dictatorial es la anulación o reglamentación tendenciosa de las libertades. En esto coinciden todas las dictaduras, ninguna se salva, porque a la falta de legitimidad formal de su establecimiento en el poder, se suma la acción represiva de la libertad ciudadana para permitir la imposición de la voluntad del dictador en todos los ámbitos del poder. La dictadura así persigue dictar lo que los ciudadanos deben hacer, lo que deben saber, lo que deben pensar. Se dicta la conformación y se exige la conformidad con el rigor de la fuerza represiva, que se constituye como ley.
La persecución de las libertades personales identifica la mayor motivación de su urgente condena internacional, pues disipa toda duda de hacer víctima a la población. Si a algún dictador le cupiere la intención de estar haciendo el bien ¿qué mejor manera de ser reconocido que favorecer la libertad para recibir la aquiescencia de los ciudadanos? Pero esa moderación es incompatible con con la autoafirmación del dictador que precisa del rígido control para recibir en la calle el parabien de sus afines. Si el dictador siempre considera escasa e irrepresentativa la contestación ¿por qué se coarta la exposición de sus ideas? La razón de la dictadura se esgrime en el ideal, que por esencia incompatibiliza cualquier otra idea política no sometida al mismo. Pero ¿a quién representa el ideal si no ha sido mayoritariamente consentido? Apoyar la dictadura, pasada, presente o futura, supone siempre consentir en le legitimación del abuso de autoridad sobre la libertad individual, y yerran politicamente todos quienes la aceptan cuando el perfil del dictador les es favorable a su interés.interés.
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